Era gente bragada. Hombres curtidos en el estoicismo, esa viejísima corriente filosófica que suele aprenderse en las cátedras de la supervivencia. Mujeres que no sólo reclamaban pan, sino también rosas. Niños de Charles Dickens esclavizados por las máquinas de vapor y los avarientos Ebenezer Scrooge. No tenían nada que perder, aunque tampoco esperaban ganar demasiado, salvo que una revolución les agrupase en la lucha final y el mundo cambiara de base. Era esa muchedumbre que aparece en el dibujo de Giusseppe Pelliza da Volpedo que Bernardo Bertolucci utilizó como cartel para su película “Novecento”, esa formidable epopeya que resume la lucha y la derrota de quienes no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega.
¿Dónde está esa gente? Quedan algunos restos de ese ejército de manos vacías y puños cerrados. Suelen sumarse a las mareas cívicas y, cada primero de mayo, a las manifestaciones de ese target social que antiguamente se llamaba clase trabajadora y que iba mucho más allá de las manifestaciones del sindicato vertical y de la Sección Femenina, el día de José Artesano, en el estadio Santiago Bernabeu. Volvemos, en cierto modo, al punto de partida. Hoy, los sindicatos no están prohibidos como bajo la dictadura, pero están mal vistos, lo que es peor. Las encuestas suelen arrojar sobre las centrales sindicales la misma sombra de sospecha que sobre los restantes poderes. Lo sorprendente es que la mayor parte de quienes desconfían de dichas siglas, jamás se afiliaron a ellas.
En España, pasamos de la afiliación obligatoria al Sindicato Vertical al gratis total que tan sólo incluía una pequeña cuota de alta en caso de que recurrieras al sindicalista de turno para que te sacase las castañas del fuego o te defendiera ante magistratura. Nadie se sentía obligado a retratarse en la caja común de esa izquierda laboral: muy al contrario de aquellos sindicalistas del pasado que sacrificaban incluso el pan de cada día por mantener las viejas estructuras decimonónicas de la CNT o de la UGT, porque sabían que bajo dicho paraguas iban a encontrar respaldo cuando las cosas viniesen mal dadas. ¿Quién iba a sentirse concernido por el sindicalismo, durante la transición, si siempre que se le necesitara estaba allí, como una ventanilla de servicio público que apenas exigía nada por nuestra parte? Los poderes subvencionaron a muchas de dichas organizaciones, les incorporaron a concertaciones sociales y les brindaron la posibilidad de financiarse a través de cursos de formación y otros albures que ahora se ponen en cuestión ante los tribunales. Era una manera de garantizar la paz social, pero también era una forma de domesticarles. De domesticarnos. Caben excepciones, claro: ni faltó quien se negó a entrar en la rueda ni quien no pudo hacerlo aunque lo hubiera querido.
Los que se ganan el pan con el sudor de su frente, con independencia de las centrales mencionadas, de CCOO, de UGT o de muchas otras que aún perduran, llegan huérfanos al próximo Primero de Mayo de 2014; desarbolados como la flota de Narváez frente a las costas de la Florida y como el Barça sin Tito Vilanova. Los sindicatos salen a la calle porque es su deber, pero con su cara de yo no fui, con rostros de culpables por un crimen que ni ellos mismos se perdonan pero que probablemente no sea tan grave como otros, protagonizados por empresarios, bancos y trasnacionales, de los que sólo se habla con la boca chica y no a toda plana ni a todo telediario.
¿Y el resto de los currantes? ¿Nadie tiene arrestos para regenerar la vida sindical, para elegir la central que quieran entre toda la gama existente, o crear nuevas formaciones que sean capaces de regenerar la representación obrera? “Todos son iguales”, se dirán muchos. Hemos cambiado, en los dos últimos siglos, del estoicismo obrero al nihilismo pequeño-burgués. Haremos las maletas del puente o prepararemos el pic-nic por si hace buen día. Así arrecien ahí afuera las reformas laborales, poden los convenios colectivos, mengüen los salarios y los derechos sociales, nos cierren las puertas de la enseñanza superior, nos arrebaten el concepto de salud universal, pública y financiada con los impuestos. La culpa, diremos, las tienen los otros, aquellos en los que delegamos cómodamente el peso de nuestras pancartas, la ira de nuestra rabia, nuestras demandas de justicia. Somos los vecinos mirones que seguimos en el balcón, viendo pasar a los manifestantes, como si el cambio de la historia no nos concerniese. Quizá sea cierto. En el fondo, ya no aspiramos al bien común sino al provecho propio. Nuestra utopía ya no se llama Icaria sino la cultura del pelotazo, la de toma el dinero y corre, la del ande yo caliente y ríase la gente. Así, andando el tiempo, el Primero de Mayo será tan sólo una bandera rota sobre la plaza mayor del capitalismo salvaje.
Más allá de aquel célebre cartel, recuerdo una frase ambigua de la película “Novecento”: “Es que cuando un hombre no hace nada en toda su vida, tiene mucho tiempo libre para pensar, y a fuerza de pensar al final se vuelve medio tonto”. Nosotros quizás nos hayamos vuelto idiotas justo por lo contrario.
Juan José Téllez
publico.es