La precariedad del empleo ha quedado también instalada en el sector público. Más del 28% de los funcionarios no dispone de estabilidad laboral, frente al 10% a comienzos de 2013. En el sector privado es actualmente del 25,9%. En los trabajadores con menos de 40 años esa tasa de temporalidad asciende al 55%, ampliándose a medida que se reduce la edad media, pero superan el 93% si no tienen más de 20 años. Son datos demoledores los que aporta la última encuesta de población activa del INE, que nublan cualquier valoración favorable que intente hacerse del comportamiento de la economía española, de su recuperación tras la crisis de 2008. Es cuando menos inquietante que servicios como la sanidad o la educación en un país moderno estén amparados en ese tipo de interinidad permanente.
De las consecuencias adversas de esa manifiesta dualidad del mercado laboral español ya tenemos evidencias suficientes. Es difícil que una sociedad avanzada pueda garantizar la mínima cohesión social con una inseguridad en las condiciones de vida como la que mantienen una proporción tan elevada de trabajadores. También es difícil hacerlo con la eficiencia necesaria en el desempeño de las tareas propias de esos empleados. Esos niveles de precariedad no se concilian con las necesidades de las propias organizaciones que los emplean, no facilitan la formación permanente de los trabajadores ni, en última instancia, la calidad de los servicios que desempeñan.
Esas consideraciones deberían ser suficientes para asumir como prioridad esencial para cualquier Gobierno la mejora de las condiciones de empleo, pero se entiende menos que sean las Administraciones públicas las que lideren ese empobrecimiento. En mayor medida cuando se verifica que esa precariedad ha sido paralela a la reducción del número de funcionarios estatales, hasta registrar el mínimo de la democracia.
Esta situación no ha sido tanto el resultado de reducciones de las tareas públicas o de mejoras en su racionalización o automatización, como las derivadas de la mal entendida austeridad fiscal que presidió la gestión de la crisis, recortando partidas de gasto público de forma indiscriminada. Las denominadas tasas de reposición, la sustitución de funcionarios que se iban jubilando, cayeron a cero, en posiciones laborales que seguían siendo necesarias, por eso se recurría al empleo de trabajadores con contratos temporales. Una situación difícil de sostener, no solo por las personas que asumen esa precariedad, suscribiendo contratos de forma continua, sino por la propia estabilidad y calidad de la función pública. En áreas particularmente sensibles, como la sanidad pública, dependiente de las comunidades autónomas, la situación es inquietante, con un 37% de temporalidad, pero también en la educación, donde se supera el 26%.
Que no haya tenido apenas efectos el Pacto por la consolidación del empleo público firmado por el Gobierno de Mariano Rajoy y los sindicatos en 2017 no significa que deban desestimarse iniciativas tendentes a reducir la temporalidad. En mayor medida si se tiene en cuenta la edad relativamente elevada de los empleados públicos, determinantes de un ritmo elevado de jubilaciones en los próximos años. Además de revisar el ritmo de aplicación de ese acuerdo es necesaria su revisión y alcance. Tiene que ser una de las principales prioridades cuando se disponga de nuevos Presupuestos.
Fuente: elpais.com